[…] El caso es que hace ciento veinte años los gobernantes
europeos se sentaron ante el mapa de África, como buitres alrededor de una
presa, para repartirse el dominio de un continente que no era de ellos, en el
cual vivían mas o menos pacíficamente unos pueblos relativamente civilizados,
organizados políticamente dotados de una religión, unos valores y una cultura
propios, aunque en algunas regiones estaban muy golpeados por las secuelas del
trafico de esclavos en siglos anteriores. Los gobiernos europeos se apoderaron
de esos territorios para extender su poder y y dirimir sus conflictos en esa
parte del mundo, y sobre todo para beneficiarse de sus riquezas naturales (que
resultaron ser mayores de lo que en el siglo XIX se pensaba). El reparto de
África constituyó una serie de actos conscientes, deliberada y alevosamente
injustos, con el agravante de abuso de fuerza y mendacidad. Si eso no es un
gran pecado, es en todo caso una enorme vergüenza, una mancha enorme sobre el
libro de tareas de la cultura y civilización europeas. La conferencia de
Berlín, el espíritu que la animó, los motivos reales que la impulsaron y
sobre todo sus secuelas constituyen hoy uno de los hechos más bochornosos de la
historia de la Europa moderna.
Hoy nos es muy difícil entender cómo fue posible que el
tráfico de esclavos de África se llevara a cabo, en su mayor parte, por
cristianos. La esclavitud tendría que ser lo más contrario a una religión cuyo
fundador proclamaba la libertad para todos los hombres y mujeres de la tierra,
a los que en principio considera iguales y semejantes a Dios. La aceptación de
la esclavitud por parte de los cristianos se basa en el concepto maniqueo, que
está presente en todas y cada una de las religiones, de que los paganos, o no
creyentes, no tienen derechos, mientras que los religiosos, los creyentes, los
tienen todos. Los creyentes, sin embargo, son los instrumentos providenciales
para la salvación de los infieles, por eso, en aras de su salvación, se les
puede hacer la guerra, conquistar, expoliar, esclavizar, vender y comprar, con
tal de que se tomen las medidas oportunas para convertirlos a la verdadera
religión y así salven sus almas, aunque sea sobre las ruinas de sus cuerpos.
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