No hay nada que viva más intensamente que un viaje. Lo disfruto con pasión, con ilusión, con curiosidad y con ganas. Con ganas de crecer, de aprender, de experimentar y de sentir. Con ganas de que me traspase y de que, a mi vuelta, ese destino viaje en mí. Preparando mi mochila para emprender una nueva aventura, no puedo evitar acordarme de mi viaje a Irán hace unos meses. Una experiencia inolvidable en la que admiré paisajes y mezquitas impresionantes, conocí a personas que me recordaron que todos somos uno divido en carne y me emocioné mucho. Es lo malo de vivir de una forma tan intensa, que corres el riesgo de llorar un poquito.
La primera de ellas, cuando la familia de Bahare nos llevó a la estación de autobuses para despedirse de nosotras. Les conocimos en la calle, en un evento en la famosa plaza de Isfahan, y nos acogieron en su casa durante nuestra estancia allí. Comíamos con ellos, dormíamos con ellos y pasábamos el día con ellos. A ella le regalé mi maquillaje y parte de mi ropa; no porque Bahareh lo necesitara sino porque yo necesitaba darle lo único que tenía. Nos repitió en varias ocasiones que le ha había pedido varias veces a Allah que le llevara a extranjeras a su casa, para dejar de pensar en la realidad. Es tan humilde que encima se sentía agradecida ella por haber disfrutado de nosotras esos días y, cuando entre lágrimas y abrazos, nos lo recordó al subir al autobús, no pude evitar llorar con ella.
La segunda vez fue en Shiraz, cuando nos colamos en la mezquita más grande de la ciudad, en la que miles y miles de chiítas celebraban el día en que Muhammad fue elegido por Dios como el profeta. Fue entrar en otra realidad, en otro mundo. En un ambiente cargado de esa energía incontrolable, de ese algo que no se puede explicar con palabras pero que te sacude desde la nuca hasta los pies. Estábamos en medio de una paz que nos revolvió, nos puso los pelos de punta y nos emocionó como si fuéramos una más.
Y, por último, en Yazd, en el sur de Irán, cuando ya quedaban pocos días para volver a casa. Era de noche y Reza, el camarero del bar de zumos que habíamos conocido en Shiraz, con el que tanto nos habíamos reído, nos escribió para decirnos que teníamos que volver a su ciudad para seguir disfrutando juntos. Pero no podíamos; ya no teníamos tiempo, había que volver. Había que terminar nuestra andanza por Oriente. Y me volví a emocionar. Por la sensación de libertad que me produce el tener sólo una mochila llena de lo que soy capaz de cargar, por sentirme afortunada y a la vez desdichada por saber que personas como yo han nacido en el país equivocado, por saberme pequeña en un mundo tan complejo, por recordar lo efímero de nuestra existencia y por saber que sólo estamos de paso y que no hay mayor recompensa que la de saber que alguna vida ha respirado mejor porque tú has vivido.
La primera de ellas, cuando la familia de Bahare nos llevó a la estación de autobuses para despedirse de nosotras. Les conocimos en la calle, en un evento en la famosa plaza de Isfahan, y nos acogieron en su casa durante nuestra estancia allí. Comíamos con ellos, dormíamos con ellos y pasábamos el día con ellos. A ella le regalé mi maquillaje y parte de mi ropa; no porque Bahareh lo necesitara sino porque yo necesitaba darle lo único que tenía. Nos repitió en varias ocasiones que le ha había pedido varias veces a Allah que le llevara a extranjeras a su casa, para dejar de pensar en la realidad. Es tan humilde que encima se sentía agradecida ella por haber disfrutado de nosotras esos días y, cuando entre lágrimas y abrazos, nos lo recordó al subir al autobús, no pude evitar llorar con ella.
La segunda vez fue en Shiraz, cuando nos colamos en la mezquita más grande de la ciudad, en la que miles y miles de chiítas celebraban el día en que Muhammad fue elegido por Dios como el profeta. Fue entrar en otra realidad, en otro mundo. En un ambiente cargado de esa energía incontrolable, de ese algo que no se puede explicar con palabras pero que te sacude desde la nuca hasta los pies. Estábamos en medio de una paz que nos revolvió, nos puso los pelos de punta y nos emocionó como si fuéramos una más.
Y, por último, en Yazd, en el sur de Irán, cuando ya quedaban pocos días para volver a casa. Era de noche y Reza, el camarero del bar de zumos que habíamos conocido en Shiraz, con el que tanto nos habíamos reído, nos escribió para decirnos que teníamos que volver a su ciudad para seguir disfrutando juntos. Pero no podíamos; ya no teníamos tiempo, había que volver. Había que terminar nuestra andanza por Oriente. Y me volví a emocionar. Por la sensación de libertad que me produce el tener sólo una mochila llena de lo que soy capaz de cargar, por sentirme afortunada y a la vez desdichada por saber que personas como yo han nacido en el país equivocado, por saberme pequeña en un mundo tan complejo, por recordar lo efímero de nuestra existencia y por saber que sólo estamos de paso y que no hay mayor recompensa que la de saber que alguna vida ha respirado mejor porque tú has vivido.
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