Bahareh, la joven iraní que conocimos en la famosa plaza Naghsh-i Jahan de Isfahán (Irán), nos llevó a su casa. Era una calurosa mañana de Mayo y, tanto nosotras, como ella y su prima, vestíamos como obliga la ley (dictada por hombres) que rige el país. Pañuelo en la cabeza, manga larga y culo bien cubierto. Nada de que se noten curvas. La noche anterior habíamos estado con ella, con su marido y con su hijo, en un lugar muy especial del que pronto os hablaré, y sin apenas preguntarle, ya nos había dado su opinión sobre el régimen que oprime al pueblo iraní. "Yo creo en Dios, pero no como creen ellos", refiriéndose a los que hace casi 40 ellos redactaron leyes basadas en escrituras religiosas del siglo V. Cuando llegamos a su casa, su madre y su hermana nos abrieron la verja de la misma con una sonrisa de oreja a oreja, casi abalanzándose sobre nosotras para abrazarnos y agradecernos la visita. Ambas vestían ropa de calle, pero ninguna de las dos llevaba pañuelo. Afortunadamente, como dije, las imposiciones aún no han llegado de puertas para adentro. Su hermana nos llamó la atención desde el primer momento; una chica alta y delgada, con unos leggins negros, una camiseta amarilla (casi) fosforita de tirantes, muy ajustada, y una coleta alta, rubia, larguísima. Su prima, nada más llegar, desapareció un momento y volvió vestida también con leggings y una camiseta gris sin mangas de Diesel. Pasado un rato, nos dimos cuenta que las únicas en aquella casa que seguíamos cumpliendo las obligaciones del ayatolá Khomeini éramos las de fuera. Así que, siguiendo siempre la premisa de "allá donde fueres, haz lo que vieres", nos quitamos también el pañuelo y la chaqueta.
Hicimos fotos, la madre nos enseñó cómo tejía alfombras en una de las salas de la casa, nos enseñaron fotos, conversamos, nos reímos e intercambiamos esas opiniones que se intercambian cuando sólo hay mujeres presentes. Habíamos llegado de buena mañana y ya era de comer. El marido de Bahareh - probablemente el chico más risueño, educado y atento que conocimos en todo el viaje - estaba apunto de llegar, con la comida preparada que había ido a comprar, y metidas ya tanto en el papel de "musulmanas obligadas" por unos días, preguntamos: "¿Nos lo ponemos de nuevo?" No nos dio opción. "No, no, no, no. Que baje él la mirada, que es lo que les han enseñado a hacer". "Bastante cumplimos nosotras ya", pareció decir. Y así fue. Llegó, fue tan amable y servicial como en ocasiones anteriores, pero no nos miró en todo el rato que duró aquella comida en ese país de mujeres rebeldes (con causa) al que algunos llaman Irán. He de reconocer que nos chocó su reacción porque estamos acostumbradas precisamente a la contraria. Pero él hizo lo que se supone que los musulmanes deben hacer, cumpliendo ese versículo del Corán que, sorprendentemente, pocos parecen haber querido leer. "Di a los hombres creyentes que deben bajar su mirada y proteger su pudor. Esto será una mayor pureza para ellos".
Jamás hubiera imaginado que esa situación se hubiera dado así y no al revés.
ResponderEliminar¡Muchas gracias por contarlo!