23 de marzo de 2017

MIEDO A TOCAR CON LOS PIES EN EL SUELO

En cuestión de 7 segundos somos ya capaces de ver en nuestra pantalla del móvil niños muertos en Siria, personas desconocidas en lugares paradisíacos, periodistas firmando titulares criminales y amigos de borrachera nocturna y diurna, mientras mantenemos la misma expresión. Vacía. Inerte. Estática. Muerta. Tremendo mérito. En eso nos hemos convertido. En almas en pena que viven tragando sin masticar y vomitando sin digerir; no nos da tiempo a mucho más. Tenemos que seguir comsumiendo más imágenes, leyendo más titulares y escuchando más discursos sin sentido para no pararnos a pensar en nosotros mismos. Para no reflexionar, evitando así darnos cuenta de que nuestra sociedad - esa de la que formamos parte - está enferma.

Me agota la homofobia, el racismo y la ignorancia, especialmente cuando es elegida y celebrada. Me saturan aquellos que viven preocupados por la vida sexual del vecino y no por la propia. Como si no tuviéramos bastante cada uno con la nuestra. Pobres acomplejados. Me hartan los que, por tener el color de piel que tienen, por haber nacido en el país que han nacido y por llamarse como se llaman (todo ello, para los despistados, fruto de la más pura casualidad), creen que su vida vale más que la del resto de los mortales. Valientes analfabetos. Me enervan los que, arrasando con todo a su paso, esparcen en bares y baretos la basura que consumen diariamente en televisión. Los mismos que son incapaces de formar ideas por sí mismos, de argumentar utilizando la lógica y la razón, y de salir ahí fuera para comprobar que sus verdades absolutas que son de todo menos verdades.

Me dan miedo los “influencers” y los “líderes de opinión”. Casi tanto como los que les siguen, vayan a donde vayan y digan lo que digan. Amén a todo, eligiendo nada. Me parecen seguidores peligrosos, ya que asumen realidades, ideas y comportamientos, delegando en otros su capacidad de juicio y su voluntad. Confiando en profetas de nuestro tiempo, en esos que nos han hecho creer que las metas se conquistan sin constancia y con atajos. Aprendices inexpertos.


Me superan las lecciones de moral, el doble rasero y la hipocresía sin límites; esas actitudes que llevan a criticar, cuestionar y juzgar en otros, actitudes nuestras que no sabemos asumir. Es tan inhumano como inaceptable que nos permitamos el lujo de hablar de la sangre que derraman otros cuando, como parte de la Unión Europea, tenemos las manos y los bolsillos tan, tan jodidamente manchados. Occidentales sin memoria.

Me aterra el machismo, tanto el que está tan normalizado que resulta invisible como el que nos mata cada día, sin que a nadie parezca importarte ni lo más mínimo. Ese machismo que, cuando lo denuncias, hace que te comparen con aquellos que torturaron y asesinaron a miles y miles de inocentes sólo por ser judíos. Cobardes terroristas. Hijos bastardos del patriarcado.

Me cabrean las recetas de la felicidad, la comprensión lectora nula, la falta de educación y las exigencias de quien nunca, jamás, supo dar. Es desquiciante que nos creamos con el derecho a exigirle a otra persona cómo debe hacer su vida, mientras discutimos cada noche con la almohada por no saber vivir la nuestra. Es insufrible comprobar cómo, aquellos que tienen el tiempo libre para poder hacerlo, hablan de lo que no saben, comentan sobre lo que no han entendido y corrigen lo que nunca habrían hecho. Malditos. Todos.

Malditos nosotros y maldita sea esta rueda en la que nos hemos metido, voluntariamente obligados (o "libremente", como se dice hoy en día), y de la que somos incapaces de bajarnos. Incapaces. Por mil razones, pero principalmente por miedo a no sentir las piernas al tocar, de una vez por todas, con los pies en el suelo.

1 de marzo de 2017

QUE BAJE ÉL LA MIRADA

Bahareh, la joven iraní que conocimos en la famosa plaza Naghsh-i Jahan de Isfahán (Irán), nos llevó a su casa. Era una calurosa mañana de Mayo y, tanto nosotras, como ella y su prima, vestíamos como obliga la ley (dictada por hombres) que rige el país. Pañuelo en la cabeza, manga larga y culo bien cubierto. Nada de que se noten curvas. La noche anterior habíamos estado con ella, con su marido y con su hijo, en un lugar muy especial del que pronto os hablaré, y sin apenas preguntarle, ya nos había dado su opinión sobre el régimen que oprime al pueblo iraní. "Yo creo en Dios, pero no como creen ellos", refiriéndose a los que hace casi 40 ellos redactaron leyes basadas en escrituras religiosas del siglo V. Cuando llegamos a su casa, su madre y su hermana nos abrieron la verja de la misma con una sonrisa de oreja a oreja, casi abalanzándose sobre nosotras para abrazarnos y agradecernos la visita. Ambas vestían ropa de calle, pero ninguna de las dos llevaba pañuelo. Afortunadamente, como dije, las imposiciones aún no han llegado de puertas para adentro. Su hermana nos llamó la atención desde el primer momento; una chica alta y delgada, con unos leggins negros, una camiseta amarilla (casi) fosforita de tirantes, muy ajustada, y una coleta alta, rubia, larguísima. Su prima, nada más llegar, desapareció un momento y volvió vestida también con leggings y una camiseta gris sin mangas de Diesel. Pasado un rato, nos dimos cuenta que las únicas en aquella casa que seguíamos cumpliendo las obligaciones del ayatolá Khomeini éramos las de fuera. Así que, siguiendo siempre la premisa de "allá donde fueres, haz lo que vieres", nos quitamos también el pañuelo y la chaqueta. 


Hicimos fotos, la madre nos enseñó cómo tejía alfombras en una de las salas de la casa, nos enseñaron fotos, conversamos, nos reímos e intercambiamos esas opiniones que se intercambian cuando sólo hay mujeres presentes. Habíamos llegado de buena mañana y ya era de comer. El marido de Bahareh - probablemente el chico más risueño, educado y atento que conocimos en todo el viaje - estaba apunto de llegar, con la comida preparada que había ido a comprar, y metidas ya tanto en el papel de "musulmanas obligadas" por unos días, preguntamos: "¿Nos lo ponemos de nuevo?" No nos dio opción. "No, no, no, no. Que baje él la mirada, que es lo que les han enseñado a hacer". "Bastante cumplimos nosotras ya", pareció decir. Y así fue. Llegó, fue tan amable y servicial como en ocasiones anteriores, pero no nos miró en todo el rato que duró aquella comida en ese país de mujeres rebeldes (con causa) al que algunos llaman Irán. He de reconocer que nos chocó su reacción porque estamos acostumbradas precisamente a la contraria. Pero él hizo lo que se supone que los musulmanes deben hacer, cumpliendo ese versículo del Corán que, sorprendentemente, pocos parecen haber querido leer. "Di a los hombres creyentes que deben bajar su mirada y proteger su pudor. Esto será una mayor pureza para ellos".