En cuestión de 7 segundos somos ya capaces de ver en nuestra pantalla del móvil niños muertos en Siria, personas desconocidas en lugares paradisíacos, periodistas firmando titulares criminales y amigos de borrachera nocturna y diurna, mientras mantenemos la misma expresión. Vacía. Inerte. Estática. Muerta. Tremendo mérito. En eso nos hemos convertido. En almas en pena que viven tragando sin masticar y vomitando sin digerir; no nos da tiempo a mucho más. Tenemos que seguir comsumiendo más imágenes, leyendo más titulares y escuchando más discursos sin sentido para no pararnos a pensar en nosotros mismos. Para no reflexionar, evitando así darnos cuenta de que nuestra sociedad - esa de la que formamos parte - está enferma.
Me agota la homofobia, el racismo y la ignorancia, especialmente cuando es elegida y celebrada. Me saturan aquellos que viven preocupados por la vida sexual del vecino y no por la propia. Como si no tuviéramos bastante cada uno con la nuestra. Pobres acomplejados. Me hartan los que, por tener el color de piel que tienen, por haber nacido en el país que han nacido y por llamarse como se llaman (todo ello, para los despistados, fruto de la más pura casualidad), creen que su vida vale más que la del resto de los mortales. Valientes analfabetos. Me enervan los que, arrasando con todo a su paso, esparcen en bares y baretos la basura que consumen diariamente en televisión. Los mismos que son incapaces de formar ideas por sí mismos, de argumentar utilizando la lógica y la razón, y de salir ahí fuera para comprobar que sus verdades absolutas que son de todo menos verdades.
Me dan miedo los “influencers” y los “líderes de opinión”. Casi tanto como los que les siguen, vayan a donde vayan y digan lo que digan. Amén a todo, eligiendo nada. Me parecen seguidores peligrosos, ya que asumen realidades, ideas y comportamientos, delegando en otros su capacidad de juicio y su voluntad. Confiando en profetas de nuestro tiempo, en esos que nos han hecho creer que las metas se conquistan sin constancia y con atajos. Aprendices inexpertos.
Me superan las lecciones de moral, el doble rasero y la hipocresía sin límites; esas actitudes que llevan a criticar, cuestionar y juzgar en otros, actitudes nuestras que no sabemos asumir. Es tan inhumano como inaceptable que nos permitamos el lujo de hablar de la sangre que derraman otros cuando, como parte de la Unión Europea, tenemos las manos y los bolsillos tan, tan jodidamente manchados. Occidentales sin memoria.
Me aterra el machismo, tanto el que está tan normalizado que resulta invisible como el que nos mata cada día, sin que a nadie parezca importarte ni lo más mínimo. Ese machismo que, cuando lo denuncias, hace que te comparen con aquellos que torturaron y asesinaron a miles y miles de inocentes sólo por ser judíos. Cobardes terroristas. Hijos bastardos del patriarcado.
Me cabrean las recetas de la felicidad, la comprensión lectora nula, la falta de educación y las exigencias de quien nunca, jamás, supo dar. Es desquiciante que nos creamos con el derecho a exigirle a otra persona cómo debe hacer su vida, mientras discutimos cada noche con la almohada por no saber vivir la nuestra. Es insufrible comprobar cómo, aquellos que tienen el tiempo libre para poder hacerlo, hablan de lo que no saben, comentan sobre lo que no han entendido y corrigen lo que nunca habrían hecho. Malditos. Todos.
Malditos nosotros y maldita sea esta rueda en la que nos hemos metido, voluntariamente obligados (o "libremente", como se dice hoy en día), y de la que somos incapaces de bajarnos. Incapaces. Por mil razones, pero principalmente por miedo a no sentir las piernas al tocar, de una vez por todas, con los pies en el suelo.
Me agota la homofobia, el racismo y la ignorancia, especialmente cuando es elegida y celebrada. Me saturan aquellos que viven preocupados por la vida sexual del vecino y no por la propia. Como si no tuviéramos bastante cada uno con la nuestra. Pobres acomplejados. Me hartan los que, por tener el color de piel que tienen, por haber nacido en el país que han nacido y por llamarse como se llaman (todo ello, para los despistados, fruto de la más pura casualidad), creen que su vida vale más que la del resto de los mortales. Valientes analfabetos. Me enervan los que, arrasando con todo a su paso, esparcen en bares y baretos la basura que consumen diariamente en televisión. Los mismos que son incapaces de formar ideas por sí mismos, de argumentar utilizando la lógica y la razón, y de salir ahí fuera para comprobar que sus verdades absolutas que son de todo menos verdades.
Me dan miedo los “influencers” y los “líderes de opinión”. Casi tanto como los que les siguen, vayan a donde vayan y digan lo que digan. Amén a todo, eligiendo nada. Me parecen seguidores peligrosos, ya que asumen realidades, ideas y comportamientos, delegando en otros su capacidad de juicio y su voluntad. Confiando en profetas de nuestro tiempo, en esos que nos han hecho creer que las metas se conquistan sin constancia y con atajos. Aprendices inexpertos.
Me superan las lecciones de moral, el doble rasero y la hipocresía sin límites; esas actitudes que llevan a criticar, cuestionar y juzgar en otros, actitudes nuestras que no sabemos asumir. Es tan inhumano como inaceptable que nos permitamos el lujo de hablar de la sangre que derraman otros cuando, como parte de la Unión Europea, tenemos las manos y los bolsillos tan, tan jodidamente manchados. Occidentales sin memoria.
Me aterra el machismo, tanto el que está tan normalizado que resulta invisible como el que nos mata cada día, sin que a nadie parezca importarte ni lo más mínimo. Ese machismo que, cuando lo denuncias, hace que te comparen con aquellos que torturaron y asesinaron a miles y miles de inocentes sólo por ser judíos. Cobardes terroristas. Hijos bastardos del patriarcado.
Me cabrean las recetas de la felicidad, la comprensión lectora nula, la falta de educación y las exigencias de quien nunca, jamás, supo dar. Es desquiciante que nos creamos con el derecho a exigirle a otra persona cómo debe hacer su vida, mientras discutimos cada noche con la almohada por no saber vivir la nuestra. Es insufrible comprobar cómo, aquellos que tienen el tiempo libre para poder hacerlo, hablan de lo que no saben, comentan sobre lo que no han entendido y corrigen lo que nunca habrían hecho. Malditos. Todos.
Malditos nosotros y maldita sea esta rueda en la que nos hemos metido, voluntariamente obligados (o "libremente", como se dice hoy en día), y de la que somos incapaces de bajarnos. Incapaces. Por mil razones, pero principalmente por miedo a no sentir las piernas al tocar, de una vez por todas, con los pies en el suelo.