Siempre me ha costado mucho entender el patriotismo. Las proclamas del tipo "Amo España" (o Inglaterra, Escocia, Italia, Cataluña o Galicia, lo mismo da) me han sonado falsas y huecas, además de inverosímiles, porque nadie está capacitado para "amar" así, en bloque, un país entero, menos aún una metáfora o un concepto. Uno ama, como mucho, a unas cuantas personas a lo largo de su vida, sin que nos importen su lugar de nacimiento ni la lengua que hablen.
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No hay odio mayor que el que tiene destinatario concreto, visible. Como sabemos allí donde se han padecido guerras civiles, es infinitamente más fiero y genuino el odio que se profesa a un individuo al que se ve a diario que el que se nos inculca hacia "los franceses" o "los americanos". Éstos son postizos, abstractos, impostados. Lo mismo sucede con esa clase de amores, y por eso quienes declaran "amar España" no dirían nunca que "aman a los españoles", que sería más propio. Es más, jamás he oído a un español decir semejante cosa, ni a un catalán otro tanto de los catalanes, ni a un vasco de los vascos, porque a la vuelta de la esquina se encontrarían con un ejemplo de lo contrario: "Qué mal me cae ese tipo", "A esa tía es que no la puedo ni ver".
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También me resulta difícil enorgullecerme de mi tierra porque alguno de mis paisanos descuelle en algo. Si Nadal, Alonso o cualquier deportista español gana un trofeo, no logro sentir que eso me haga mejor en ningún aspecto: no he tenido en ello arte ni parte, y me parecería ridículo -además de demente- exclamar "Somos los mejores en tenis o en automovilismo" cuando jamás he sostenido una raqueta ni un volante. Y aunque sí lo hubiera hecho, no vería qué relación tenía eso con la habilidad o la pericia de unos jóvenes que no me han sido presentados. Si un cineasta español gana un Oscar, o un escritor el Nobel, no me puedo sentir en modo alguno partícipe de su reconocimiento particular, ni siquiera con el de mi gremio, y nada me resulta más patético que los periodistas que dicen "Éste es un triunfo para España", o los galardonados que sueltan "En mí se ha querido distinguir a toda la literatura española". ¿Cómo se me iba a distinguir a mí, por ejemplo, cuando se premió a Cela en Estocolmo, si considero su literatura rancia y de fogueo y estábamos en las antípodas?
Sólo comprendo el patriotismo, extrañamente, por la vía negativa, es decir, hay personas y cosas con las que nada tengo que ver y que sin embargo, por ser de mi país, me avergüenzan y logran contaminarme. Los méritos de otros no me contagian ni me ennoblecen, y en cambio las ignominias sí me alcanzan. Hay individuos y hechos con los que por nada del mundo querría que se me asociara. Me avergüenza que mi región la gobierne alguien tan bruto como Esperanza Aguirre, que se gasta millón y medio de euros nuestros en una fiesta cutre suya y destruye el sistema sanitario. Me avergüenza que tengan poder decisorio Ibarretxe y Carod-Rovira, en el País Vasco y Cataluña, respectivamente. Que haya en Valencia un sujeto y Presidente llamado Camps que obliga -imbecilidad suprema- a que en sus escuelas se imparta una clase en supuesto inglés, con traductor a esa lengua incluido, para que ningún chaval entienda nada. Que a Zapatero le entre el pánico cada vez que ve a un obispo y para calmarse lo forre a billetes a cargo del contribuyente. Que nuestro poder judicial conozca sólo el chalaneo. O que las calles de mi país estén llenas de vociferantes unga-ungas que sirven de pretexto para la "protección de los grandes simios" decretada por nuestros congresistas. Me pregunto cómo se llamará esta afección: la incapacidad de enorgullecerse junto a la capacidad de avergonzarse por lo ajeno vecino. No es que me consuele, pero estoy segurísimo de no ser el único español que lo padece.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 19 de octubre de 2008
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